Era domingo, habíamos quedado después de comer para tomar café y jugar un billar, me recogió en la puerta de casa, salió del coche me abrazó y me besó, puso nuestra música favorita y arrancó contándome que se le había hecho eterna la mañana esperando para verme.
Pasó la cafetería de largo, pregunté si conocía otra que tuviese billar, contestó que si y cambió de tema. Le habían contado un chiste muy bueno, durante media hora no paramos de hablar y de reír, comenté que muy lejos quedaba esa cafetería, dijo que un poco, que cuando la viera pensaría que valía la pena, llegamos a un pueblecito costero muy bonito, pregunté el nombre y contestó, que era una sorpresa, paró el coche en una cuneta y mirándome muy serio dijo: -Espero que confíes en mí porque tengo que vendarte los ojos.
Entre divertida e intrigada hice un gesto afirmativo con la cabeza, después de vendarme concienzudamente y asegurarse de que no veía nada (aprovechó para llenar mis mejillas labios, cuello y orejas de besos de esos que hacen que no quieras que pare) arrancó comentando que quedaban unos cinco minutos para llegar a nuestro destino.
Por fin aparcó, me ayudó a bajar y cogiéndome de la cintura fué dirigiendome.
Se oía el batir de las olas, el olor a salitre lo impregnaba todo, se colocó detrás de mí y muy suavemente me quitó la venda mientras me decía al oído.
Te dije que contigo me iría al fin del mundo...
Abrí los ojos y ahí estaba la inmensidad del mar en todo su esplendor, justo un metro delante de mí había una bota, como si se la hubiese dejado como recuerdo un viejo marinero.
Comprendí que estábamos en finisterre.
Me dí la vuelta y estuve besándolo durante minutos, mientras pensaba que por tardes como esa, valía la pena vivir.
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