viernes, 11 de febrero de 2011

Barcelona

Barcelona es ese amor que disfrutas a escondidas porque crees que si cruzas la frontera se estropearan la belleza de los encuentros, se acabará la magia.
Y así va pasando el tiempo y no das un paso adelante por temor a la decepción mutua, al desencanto.
Pensaras que estoy loca por hablar así de una ciudad, como de un amante.
Es simple, hay lugares muy bellos por los que he pasado en mi vida, unos han dejado huella, de otros sólo recuerdo que estuve, intento olvidar los sitios que no me gustaron.
Hasta aquí lo normal, pero yo hablo de algo más, de sentimientos, de piel.
Me refiero a ese piso que visitas con ilusión, te encuentras con que es grande, bonito y soleado, está bien de precio, su situación es céntrica y por una vez los muebles no son de la época de los tresillos.
-No, lo siento, no es lo que estoy buscando.
A la chica de la inmobiliaria se le queda cara de lela, a removido cielo y tierra para conseguir que cumpla todas tus condiciones (que no son pocas) y tú le desmontas la tarea de un plumazo, la dejas ahí, sola y escocida, con la premisa de que siga buscando.
Lo que no le puedes contar a la chica (al menos si quieres que te tome en serio) es que ese piso te ha producido malas vibraciones, vamos que no te quiere, que has sentido su rechazo como una bofetada y no serias feliz en él.
He vivido en montones de lugares, he cambiado tropecientasmil veces de habitáculo.
Exceptuando la casa materna, sólo hay un sitio donde podría haber pasado cada etapa de mi vida, todavía hoy, si cierro los ojos me imagino viviendo allí con mis hijas.
Él, es un pequeño pueblo costero, que milagrosamente no ha perdido su encanto con aquéllo de las modernidades, el turismo y los dineros.
Y ella, es una casa enfrente del mar, donde he pasado algunas de mis horas más felices. 
Aunque no es por eso por lo que todavía la siento como mía.
El invierno finalizaba, había visto varios pisos y casas, nuevos, bonitos y acogedores.
Esta, llevaba sus años a cuestas, estaba sucia y descuidada, el papel se caía a pedazos y los muebles dejaban mucho que desear, las ventanas eran de madera de esas con rectángulos que da mucho trabajo y agobio limpiar, la pintura azul tenía desconchones.
La vi y me enamoré, me pareció preciosa, como una casa de muñecas.
-El jardín está muy descuidado, mira, las plantas están muertas o en estado de coma, y por todas partes hay basura y chatarra.
-¿Te has fijado en la variedad y colorido de la vegetación?, cuando lo limpie quedara fantástico.
-Y tú te has fijado en la parra, hace años que no la trabajan, la mesa y las sillas que hay debajo no se ven en medio de tanta roña y lo poco que se ve está lleno de óxido.
-La parra es sólo para dar sombra, la limpio y le pido a algún amigo que me la pode y le haga eso que se le hace a las parras, será divertido coger las uvas directamente de la viña para desayunar.
-¿Cómo que lo que se le hace a las parras? un hijo, ¡no te jode la niña esta! además ¿te has fijado lo asquerosa que esta la casa? el que vivió aquí antes bien podría haberlo hecho en una cuadra.
-La casa se limpia.
-Querrás decir se desinfecta, ya puedes comprar un barril de lejía.
-Me la quedo, tiene una vista de ensueño.
- Allá tú, siempre haces lo que te da la gana, preparate para trabajar duro.
Sólo adecentando el interior me pasé dos semanas, hasta que quedó como yo recién salida de la ducha, trasladé mis pocas pertenencias y me instalé, el jardín lo fui desbrozando, vaciando de chatarra y poniendo a mi gusto a ratos, lo de la parra lo solucionaron no un amigo, sino un montón, tantos que con lo pequeñita que era no cabían todos. Me vino muy bien porque así me ayudaron a rascar el óxido de la mesa y de las sillas y a pintarlas.
Cuando estuvo lista seguía siendo una casa vieja; otras que había visto le daban mil vueltas, pero era mi hogar, lo sentía al tomarme una tortilla de patatas y un vino a la sombra de la viña, si veía una puesta de sol desde el balcón que daba al mar, metiéndome en la cocina intentando hornear un pastel, o leyendo un libro sentada en el sofá de la sala siempre presidida por un jarrón con flores recién cogidas del jardín.
Sobre todo sentía esa paz que me invadía nada más cruzar la cancilla de entrada, la misma que me invadió el primer día.
La casa me quería, nos pertenecíamos más que cualquiera de la propiedades que tengo hoy en día a medias con nuestros "amigos los bancos".
Esa sensación la he tenido muy pocas veces a lo largo de mi vida, una de ellas fue el primer día que pisé Barcelona, sentí que no había salido de mi tierra, que la ciudad me acogía en su regazo como si de una hija adoptiva y largamente deseada se tratase.
Aparte de ese sentimiento, la ciudad tiene un encanto especial, sus calles anchas, los edificios llenos de historia que no dejan de maravillarte y sorprenderte desde cualquier rincón, (no soy arquitecto pero creo que debe hacer las delicias de todos ellos). Los colores y la luz te iluminan, es una cuidad radiante, las personas que por ella transitan no parecen en absoluto estresadas ni caminan con el paso histérico de otras urbes, sus museos, sus terrazas llenas de vida, la huella que dejaron Gaudí
Con tanto halago, se diría que estoy deseando vivir allí.
Pues no.
Vaya a suceder que se rompa el encantamiento del que hablaba al principio, y empecemos a vernos los defectos y con ellos los roces que tantas veces llevan al desamor.
Prefiero ir de vez en cuando, disfrutar de ella plenamente, seguir fotografiando a la gente en las calles y subirme a los edificios más altos para retratar esa otra vida paralela, mucho más interesante para mí que coexiste en las azoteas.

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